Convergencia ética y pluralidad moral organizacional

En esencia, las sociedades son moralmente plurales. Como componente de la conciencia humana, la moral se nutre de lo histórico y de lo sociológico para expresarse mediante conductas y pensamientos que honran la libertad de conciencia y la libertad de elección. Son esas libertades las que engendran la diversidad, precioso tesoro de la humanidad que abre las puertas al desarrollo, pero también al cuestionamiento y a la incertidumbre, debilitando verdades y tradiciones históricas que tientan al individuo a refugiarse entre las radicales murallas de la negación y del egoísmo, como recursos a los que resulta apetecible recurrir ante los graves problemas morales que acechan su destino.

Pero la ausencia de homogeneidad moral en las sociedades no significa el distanciamiento absoluto de los valores culturales que deban compartirse para construir una vida en común. El pluralismo moral no conduce a la heterogeneidad moral absoluta, ni es razón suficiente para esgrimir las banderas del relativismo ni del subjetivismo, puesto que aún en un mundo signado por los cuestionamientos y las incertidumbres, deben persistir valores universales que no pueden ser relativizados, así como cuestiones morales que no pueden ser concebidas ni legitimadas desde las preferencias de cada individuo.

El pluralismo moral significa la existencia de diferencias y discrepancias de las que derivan múltiples opciones existenciales e ideológicas y que obligan a recordar la famosa sentencia de Jean-Paul Sartre al sostener que el hombre está “condenado a la libertad”, no sólo para decidir qué hacer, sino además para elegir qué creer; elecciones que se tornan cada vez más confusas y apremiantes ante las dos tendencias extremas entre las que oscilan las sociedades contemporáneas: el nihilismo y el fanatismo; vivas respuestas a la incertidumbre y al desasosiego que resultan de la pérdida de fe en el proyecto de la modernidad.

Pero al mismo tiempo, el pluralismo moral constituye la más genuina representación de la diversidad humana y como tal, la esencia de su identidad y su dignidad. Así se entiende que del mismo modo como es imposible hablar de certidumbres científicas, también resulta insostenible cualquier referencia a las certidumbres morales; y es precisamente en este punto de donde emerge la necesidad de alcanzar la unidad de razonamiento ético como medio de aproximación a un futuro que, aun sin ser representativo de valores culturales compartidos, marca la forma de transcurrir por un mundo de vida colmado de discrepancias, pero en el que también confluyen principios mínimos de convivencia amparados en el respeto y en el sentido de justicia.

Este matiz intersubjetivo que sustenta la interacción humana y desde la que brota la expresividad ética a través de la coherencia entre pensamiento y acción, tiene su punto de partida en el diálogo y en el entendimiento, tras el genuino reconocimiento de intereses legítimos que se entrecruzan en el tiempo y en el espacio, albergando las más diversas manifestaciones de la identidad humana y cuya acelerada expansión, inconcebible sin el desarrollo tecno-científico del siglo XX, obliga a acortar las distancias que surgen de la racionalidad egoísta, de la imprudencia en el ejercicio del poder y de la irresponsabilidad en el manejo de las relaciones del hombre consigo mismo.

Tal acercamiento no significa arremeter contra la tradición ética, más bien comporte lo contrario. Se trata de una ética que aun alejada de los fundamentos aristotélicos y kantianos, permita la confluencia de la teleología, la deontología y la responsabilidad, integrando la felicidad con el deber, y delineando los rasgos de la sabiduría práctica necesaria para poder avanzar con sentido de lo humano, en el ambiente de complejidad que caracteriza a la contemporaneidad del mundo de vida.

Por ello y tras la disolución de una sociedad sustentada en fundamentos morales y normativos que ya han perdido su vigencia y legitimidad, es obligante hacer referencia a la postmodernidad como el andamiaje cultural y el sustento ontológico de una nueva forma de pensar y accionar, configurada a partir de dos ejes centrales: el primero de ellos, la racionalidad: esfera cognitiva y emocional auto dirigida de la que emanan los intereses y las intenciones del hombre atendiendo sus fines, medios, alternativas, consecuencias, riesgos y oportunidades; y el segundo, el respeto: componente regulador de la acción humana y dinamizador de los conceptos de reconocimiento, solidaridad, justicia, inclusión, diálogo y argumentación.

De ahí, la eterna lucha entre las convicciones y las responsabilidades; convicciones que devienen de la autonomía e indivisibilidad del ser humano en cuanto a la supremacía de sus fines; y responsabilidades cuya naturaleza dialógica obliga a recurrir a la fundamentación racional de los intereses y las intenciones propias frente a los demás; entendiéndose, en consecuencia, que el carácter social del hombre sólo podrá mantenerse en un clima de apertura a nuevas verdades y a nuevas realidades que sin ser opuestas a la tradición, sean representativas del momento socio-histórico en el que transcurre; momento marcado por el predominio de la dimensión tecno-económica en detrimento de la dimensión moral de la cultura; pero al mismo tiempo caracterizado por la irrupción de nuevos signos de rechazo a la exclusión y a la violencia simbólica que, tras el persistente intento de homogeneizar culturas, neutralizar voluntades y prevenir conductas contrarias a los intereses de las coaliciones dominantes, sintetizan la debilidad moral de nuestro tiempo.

Esta suerte de drama social, producto del determinismo tecno-económico, encuentra en las organizaciones su principal cobijo, puesto que la dinámica de los símbolos que en ellas opera sintetiza dos polos en cuanto al sentido de la acción humana; un primer polo racional que acoge lo normativo, lo estructural, lo formal y lo obligatorio; y un segundo polo emocional que alberga los deseos, los sentimientos, los intereses y las intenciones. Así, las organizaciones, en su papel de representaciones sociales no solo constituyen escenarios de lucha entre el pensamiento y la acción, sino además, espacios culturales en los que se escenifica la aceptación y la resistencia, en los que el individuo confluye con su mundo, y en los que, consecuentemente, la ética está llamada a adquirir su más alta expresividad.

La crisis organizacional que hoy se evidencia es representativa del declive de la modernidad; pero al mismo tiempo, es representativa del renacimiento de la esperanza, porque desde la perspectiva postmoderna, la organización abandona cualquier forma predeterminada de constituirse y operar, para centrarse en la construcción y despliegue de los complejos fenómenos intersubjetivos, dinamizados a través del discurso como constitutivo de lo organizacional y también, como práctica de gestión. Así, la humanización organizacional, mediante la búsqueda de la convergencia ética en la pluralidad moral, se constituye en el mayor reto de la gerencia contemporánea.

Para finalizar, es pertinente citar a Peter Berger, quien haciendo gala de un lenguaje metafórico colmado de contenidos emocionales e intuitivos, logra sintetizar la crisis de la modernidad y postula al mismo tiempo su esperanza en la revalorización de los fundamentos del hombre, tanto en lo referente a su horizonte de vida como en sus prácticas cotidianas. "En un mundo de incertidumbres, los contornos de la realidad son fluctuantes y las estructuras construidas por la sociedad para proteger a la gente de los terrores de la existencia aparecen llenas de agujeros. Pero, a través de esos agujeros, es posible en ocasiones vislumbrar una trascendencia luminosa. Esa precariedad es el talón de Aquiles de la modernidad. También es su promesa religiosa"

Hacia una ética del conocer

La fragmentación y el reduccionismo, en su papel de guías orientadoras que marcan el sentido de lo racional ante los borrosos límites de la inteligibilidad humana, quizás hayan podido ayudar a desenmarañar los secretos del cosmos, de las ciencias naturales y de la mecánica cuántica; pero la desmedida aspiración del hombre por homologar la vigencia de las ciencias fácticas al ámbito de la complejidad social mediante la disyunción entre lo biológico y lo imaginario, es decir, mediante la cosificación de la naturaleza humana, no sólo luce necia en el buen sentido de la palabra, sino que además representa la marginación de la incertidumbre, la génesis de la sinrazón y un atentado contra la moralidad, ante la vil pretensión de reconocer una única verdad, de convertir la duda en pecado y de sacralizar la razón objetiva, confinando el conocimiento hasta convertirlo en instrumento de utilidad preferente para las instituciones dominantes.

De este modo, la incertidumbre pretende ser neutralizada, los individuos tienden a expresar sus necesidades y deseos en términos coherentes con los conceptos y posturas teóricas que se desprenden del orden social establecido, se privilegian las acciones y proposiciones coherentes con la lógica dominante y se apela a la razón para controlar el entorno, la praxis, la cultura y el pensamiento, creándose tensiones en el sujeto que, aun provisto de autonomía moral, se somete a un poder que le es ajeno y que reprime el libre desarrollo de su propia condición humana. Esta especie de determinismo cognitivo y moral que se produce en todo espacio social, es el que conduce a regular las creencias y los valores, impregnándolo de un carácter coercitivo capaz de autocensurar las perspectivas antagónicas, y de inhibir los discursos alternativos en detrimento de la libertad de conciencia práctica.

Este ciclo recursivo en el que operan las negaciones, las tensiones y los antagonismos, y en el que se funde lo racional con lo afectivo y lo real con lo imaginado, se dibuja con gruesos rasgos que comienzan a decodificarse en la medida en que se asimila la existencia de relaciones contradictorias, pero al mismo tiempo compatibles con el espacio social en el que se hace vida; relaciones de fuerza que luchan por múltiples intereses bajo las reglas tácitas y explícitas de convivencia y entendimiento; reglas que emergen del conocimiento subjetivado en el que se combina lo individual con lo colectivo, pero que al mismo tiempo da origen a nuevas reglas, nuevos deseos, nuevas imágenes y nuevas representaciones. Así, la negación como argumento forma parte de la armonía, del mismo modo que la armonía necesita de solidaridad y justicia.


Del interés racional a la intención moral:
Aun cuando las relaciones de fuerza se conjugan con las prácticas y representaciones que definen las situaciones cotidianas en el espacio social, no es menos cierto que es la propia sociedad la que engendra la noción de interés reflexivo como el germen de ese conjunto de relaciones, advirtiéndose que toda acción mínimamente deliberada deberá estar dotada de al menos una intención específica. Es esa intención, sobrevenida del discernimiento acerca de las posibilidades que brinda la realidad social, la que marca el sentido ético del conocimiento práctico, entendiendo tal conocimiento en los términos expresados por Pierre Bourdieu cuando afirma que “es constituyente de la realidad, no en cuanto idealismo intelectualista, sino como esquemas incorporados en el curso de la historia individual, y constituidos en el curso de la historia colectiva”.

Emerge así la contradicción y la discontinuidad; la fusión de lo individual con lo colectivo en términos de una historia no compartida, pero constituyente de una realidad que clama por el entendimiento y por la unidad de razonamiento ético en un contexto de diversidad moral y a la vez cognitiva. De aquí que amalgamar la razón y la pasión se convierte en el nuevo imperativo ético, pues es de este modo como puede encontrarse la naturaleza del conocimiento que la humanidad necesita para desarrollar el carácter sociológico de las relaciones de interés y de rivalidad en el ámbito de la comunidad, pues tal como lo plantea Edgar Morin "el sentimiento de comunidad es y será fuente de responsabilidad y solidaridad, ellas mismas fuentes de la ética”.

Es precisamente en la dualidad cognición/emoción donde emerge la simbología de la realidad; por ello, no habría lugar para desligar lo cognitivo, de lo simbólico y lo moral, pero en todo caso y sin pretender una defensa a ultranza de la primacía del conocimiento como actividad mental de naturaleza superior (propia del paradigma cognitivista), se advierte que la moralidad debe nutrirse del conocimiento, tanto para la indagación y la reflexión como para la acción continuadora o transformativa.

Bajo este escenario epistémico surge de manera clara la vinculación entre el conocimiento y la libertad, vinculación en la que se sustenta la noción de ciudadanía y en la que sin ella, el hombre se comportaría más como bestia que como miembro de una comunidad dialógicamente sobrevenida de la tradición histórica y de la ruptura trascendente, pero que al mismo tiempo está orientada a la preservación del espíritu emancipador, el cual -paradójicamente- se nutre del cúmulo de convencionalismos que moldean la conciencia colectiva.

Es la vinculación entre conocimiento y libertad la que irrumpe y configura el complejo escenario social. No existieran razones para hablar de pluralismo o de diversidad, mientras no se argumente en base a la libertad sumida en las diferencias, puesto que del reconocimiento de sus legitimidades es de las que se derivan los conceptos de comprensión, inclusión, reciprocidad, complementariedad, corresponsabilidad, reconocimiento, cooperación, diálogo, tolerancia, solidaridad y justicia; todos ellos orientadores del saber práctico y por lo tanto, determinantes éticos.

Desde esta perspectiva, en las sociedades contemporáneas –al menos las gestadas en la tradición cultural occidental– no hay cabida para heroicos fundamentalismos ni para fanáticas fidelidades; tampoco para la polarización de las divergencias, los absolutismos, los despotismos autocráticos o las dicotomías excluyentes. La sociedad siempre ha sabido reconocer la pluralidad que brota de la diversidad y complejidad simbólica; y quizás por ello, Víctor Guédez apunta a que “el problema nunca ha sido la diferencia, sino la actitud ante ella, así como la pretensión de la unidad impuesta”, encontrándose en esta sentencia, dos elementos que adquieren enorme relevancia en el terreno de las ideas morales; por una parte, el conocimiento que se tenga sobre sí mismo (del que deriva toda actitud), y por la otra, la actitud que brota de la concepción del poder, no en el sentido de la autonomía moral y la voluntad deliberativa, sino en cuanto a la pretensión de su dominio sin armonía con el entendimiento, pues nunca habrá ética sin justicia, ni justicia sin entendimiento.

De lo anterior se advierte la indisoluble relación entre el conocimiento como origen del saber práctico, y el poder como instrumento que vehiculiza dicho saber. Vinculación que se sostiene en el concepto de libertad y, por consiguiente, materias de interés en la reflexión ética. Ahora bien, ¿qué es lo que conduce a una ética del conocer, y no tanto a una ética del poder? La respuesta pudiera encontrarse en la propia naturaleza del conocimiento el cual, aun producido bajo el amparo de la complejidad social, no deja de estar supeditado a la capacidad moral del individuo, necesitado y dispuesto a encontrar respuestas sobre sus referentes ontológicos y praxológicos.

Al respecto, es bien conocida la propuesta de Jürgen Habermas en cuanto a la ausencia de neutralidad del conocimiento, basándose para ello en que la orientación de todo conocimiento está definida por los intereses racionales de quien intenta conocer. Desde esta óptica se desvanece la ilusión del objetivismo absolutista como el señalizador preferente del tránsito humano entre lo epistemológico y lo pragmático, ya que son los intereses, en su papel de mediadores entre la teoría y la acción, los que marcan la génesis de la autonomía humana; y en consecuencia, predisponen la acción ante la vida, la sociedad, la economía y la política.

Por otra parte, si las intenciones se circunscriben en el campo de lo moral, sería absurdo argumentar que el conocimiento pueda o deba ser cosificado pretendiendo mantenerlo alejado de la propia esfera moral. Al mismo tiempo, el conocimiento no obedece exclusivamente a las emociones, las pasiones o los sentimientos, sino que también se ubica del lado de los intereses racionales, advirtiéndose desde ya la gran diferencia entre la racionalidad de los intereses y la moralidad de las intenciones.

No se trata, en consecuencia, de debatir entre la naturaleza moral o amoral del conocimiento; tampoco la de argumentar sobre la presencia o ausencia de sus atributos racionales, puesto que el conocimiento en sí mismo, entraña la dualidad razón/pasión; elementos constitutivos de la naturaleza humana sin los cuales el hombre social carecería de propósitos y de sus necesarios cimientos cognitivos. De lo que se trata es de proponer que la ética es conocimiento en sí misma; y al considerar que la ética está sustentada en la idea de futuro, se podrá advertir que toda pretensión de conocer lleva implícita una intención. Es esa intención, motivada por un interés precedente, la que constituye el nudo gordiano que vincula la cognición con la acción, de tal forma que constituiría un sinsentido referirse a la gestión del conocimiento intentando su disyunción, tanto desde la perspectiva anterior en cuanto al interés por conocer, como desde la óptica posterior en cuanto a la aplicabilidad del conocimiento obtenido.

Alcanzado este punto y habiéndose clarificado la compleja relación entre racionalidad, emotividad, conocimiento, libertad, poder y sabiduría práctica, se allana el camino para la reflexión sobre la forma de gestionar el conocimiento en determinado contexto social, lo que a la luz de las ideas expuestas equivaldría al modo de gestionar los intereses y las intenciones de los sujetos cognoscentes; o dicho en otras palabras, equivaldría al modo en que se pretende gestionar el razonamiento práctico.


Ética, conocimiento e interés:
El conocimiento está imbricado con los intereses del hombre al igual que éste actúa en total sintonía con sus propios intereses. Del mismo modo que ocurre en el plano individual, el reconocimiento del otro se deriva de un interés personal respecto a los intereses ajenos conocidos que operan en el espacio colectivo. Ya se trate de una organización, de una comunidad o de cualquier contexto sociocultural, los intereses son los que establecen el marco de actuación y los que definen su naturaleza ética. A modo de ilustración, conviene aquí parafrasear a Fernando Savater, quien refiriéndose al empresario afirma que la capacidad de identificar el interés común constituye, junto con la audacia, la prudencia, la responsabilidad y la eficacia, una de sus principales virtudes; y a Adela Cortina, quien en dura crítica a la moral kantiana que aun sostiene la racionalidad de la economía moderna, llama a conjugar la lógica de la acción individual con la lógica de la acción colectiva, argumentando que “una empresa ética se entiende (…) no como una organización desinteresada, sino que busca satisfacer el interés de todos los afectados por su actividad…”

Los señalamientos de Savater y de Cortina, despejan el camino para comprender el poder del conocimiento y la educación en la remoralización del individuo y de la sociedad. Una educación basada en la razón sentimental y no en la mera transmisión de conocimientos, pues como ella misma lo apunta: "El mundo moral no es el de lo irracional, sino que tiene su lógica: No bastan la razón formal y la científico-técnica para descubrirla. Precisa de una razón plenamente humana, interesada y sentimental pues la razón desinteresada se cansa en sus esfuerzos investigadores".

Ya se comentó en párrafos precedentes la alineación entre la gestión del conocimiento y la gestión de los intereses; pero en el mundo real, complejo, caracterizado por la confluencia de intereses disímiles y contradictorios en un mismo espacio relacional, dicha alineación sólo será posible en la medida que se asuma la postura ética como el postulado básico de la gestión. Tal como lo resaltan Plaz y González "los intercambios productivos basados en el conocimiento se asientan en la idea de que existe una relación de mutuo beneficio entre los agentes que intercambian conocimiento. En esta dinámica es fundamental destacar que los intercambios de interés están basados en una relación de confianza y transparencia."
Quiere decir que en la tríada ética/conocimiento/interés, los principios sustentadores de la sociabilidad (confianza y transparencia) conviven con los intereses basados en el beneficio común, siempre a través de la coherencia racional y emocional. Sin embargo, desde la óptica de la cotidianidad, resulta difícil admitir que todo conocimiento socialmente útil deba estar inspirado en la aséptica imparcialidad de los intereses colectivos, puesto que las cosmovisiones, los sesgos y los prejuicios anularían tal pretensión hasta el punto que sería imposible pretender alcanzar tal grado de acuerdo sin atentar contra el espíritu emancipador de la propia naturaleza humana.

Es así como desde una perspectiva ética, la gestión del conocimiento obliga a encontrar un punto de equilibrio entre los intereses propios y los ajenos para que a través de la prudencia, la moderación, la sensatez, la solidaridad y la justicia, pueda habilitarse la conciencia ética sin necesidad de desdibujar la sutil e inevitable brecha entre las convicciones que residen en la interioridad del ser y las responsabilidades que surgen desde el espacio colectivo. Un reto que debe asumirse en función de preservar la autoestima, amparar la solidaridad y salvaguardar los más nobles ideales que emergen del imaginario social.

Ética, conocimiento e intención:
Toda intención proviene de un interés y como tal, brota también de la interioridad del ser y se proyecta hacia el mundo exterior; pero existe un amplio recorrido entre el interés legítimo (por naturaleza) y la intención legitimada, la cual conviene clarificar.

Las intenciones constituyen deseos deliberados y como tales, provienen del uso de la libertad y de la conciencia formando así parte de la estructura del acto moral. De este modo, sólo las acciones realizadas libre y conscientemente podrán ser juzgadas o valoradas desde una perspectiva moral. Tanto en el ámbito individual como en el colectivo, solamente las intenciones pueden motivar un conjunto de acciones orientadas a la obtención de un fin; pero como ya se sabe, no todas las buenas intenciones conllevan a la ejecución de buenas acciones, lo cual es coincidente con la teoría de la decisión en el sentido de que su valoración nunca podrá ser realizada conforme a los resultados obtenidos, sino en cuanto la forma como haya sido tomada.

Cualquier decisión está revestida de intencionalidad, consecuentemente también está revestida de conocimiento; pero siguiendo a Berthier, debe considerarse que el conocimiento es toda construcción conceptual tendiente a organizar y dirigir cualquier experiencia de vida, sin poder pretenderse su separación de las condiciones en las que se produce, sean éstas lógicas, biológicas, psicológicas, lingüísticas o sociales. De ahí que la intención se enmarca en el ejercicio de la razón práctica, por lo que su análisis adquiere especial relevancia para la reflexión ética, independientemente de la posición epistemológica adoptada.

Puesto que la decisión sobre el fin último se imbrica con la elección de las acciones necesarias para alcanzarlo, la intención, vista como producto de la reflexión y activador de la realidad, adquiere entonces un carácter doblemente normativo para el individuo dispuesto a decidir. Así, la intención en cuanto a los fines discurre de forma paralela con la intención respecto a los medios, no habiendo posibilidad de desagregarlas. De ese modo y dejando de lado el escrutinio sobre las consecuencias de la acción, la legitimación de las intenciones solamente será posible en la conciencia colectiva a través de la justificación, la cual también constituye un fenómeno moral, puesto que su esencia obliga a considerar los intereses y las intenciones de los afectados, o como bien lo señala Mélich, la justificación “radica necesariamente en el encuentro”.
La fuerza del conocimiento reside en su potencial para construir una realidad, con lo que se pudiera asumir que la legitimidad del conocimiento sólo podrá ser obtenida mediante la legitimidad de las intenciones (en cuanto al fin y en cuanto a las acciones) a través de las decisiones sobre lo que debe mantenerse, adaptarse o transformarse para coadyuvar a una vida mejor. Es este el único modo como el individuo puede honrar su responsabilidad para promover la revitalización de la sociedad en la que está inmerso y de la que forma parte; revitalización que sólo adquiere sentido práctico mediante la potenciación de la solidaridad; no en cuanto a la simple tolerancia o mediante muestras de aflicción por el dolor ajeno, sino como genuina adhesión a los intereses colectivos y como bisagra entre el egoísmo y el altruismo, capaces de generar y activar soluciones a los grandes problemas socio-contextuales que actualmente se padecen.

Finalizado el recorrido entre el interés y la intención como puntales del conocimiento y de su gestión, conviene abordar ahora su desarrollo teórico en el ámbito de la empresa, la cual según Savater, es la institución social que mejor refleja los conflictos, los valores, las culturas y los problemas de una sociedad en un determinado tiempo histórico.


Ética, conocimiento y empresa:
Aun sin proponérselo, quienes quizás hayan expresado mejor el significado de la ética en las organizaciones ha sido, por una parte, Chun Wei Choo al caracterizar la organización inteligente como aquella que “…persigue sus metas en un ambiente cambiante adaptando su comportamiento de acuerdo al conocimiento que tiene de sí misma y del mundo con el que interactúa…”, y por la otra, Peter Senge, quien ofrece una definición de la empresa inteligente como “aquella que está organizada de forma consistente con la naturaleza humana”
Las citas anteriores invitan a plantear el conocimiento como una expresión cultural que fluye desde las más profundas creencias hasta la materialización de unos resultados; pero también como expresión de la inteligencia humana para alcanzar un ideal (futuro) amoldándose a los cambios del entorno (presente) sin perder la perspectiva histórica que emana de la tradición y la memoria colectiva (pasado).
Así, todo ente social inteligente (incluyendo la empresa) parece sincronizar dos grandes ejes alrededor de los cuales gravita su pensamiento y acción: el primer eje conjuga la esperanza con el discernimiento, mientras que el segundo, fusiona el entendimiento con la posibilidad. Estas cuatro variables adquieren sentido a partir del momento en que se logre el equilibrio reflexivo de la mente y cuando deliberadamente se asuma una posición crítica ante la vida, la sociedad, la economía, la política y la tecnología. Es decir, la esperanza en el futuro sólo puede surgir del discernimiento; pero a la vez, el discernimiento se ampara en la idealización del deseo. Por otra parte, materializar cualquier posibilidad requiere del entendimiento de lo justo y de lo necesario; pero dicho entendimiento no puede ser ajeno a las propias posibilidades que residen en el contexto.
Siguiendo este hilo conductor, la crisis ética que actualmente se evidencia en las organizaciones empresariales no es más que una crisis de conocimiento y de inteligencia para actuar de forma consistente con la naturaleza humana. Crisis que se manifiesta mediante la des-esperanza y el des-entendimiento, que anulan la capacidad de discernimiento a favor de lo humano e ignora las posibilidades que excedan lo estrictamente convencional. Pero además, como organización social, la crisis ética de la empresa también engendra una crisis de confianza en el futuro (ante la desesperanza) y en el presente (ante el desentendimiento); des-confianza que a su vez actúa como catalizador del egoísmo y del individualismo, fuentes éstas de la barbarie, de la antinomia social y del desinterés que anula la conciencia ética.

Es del desorden moral que impregna la mentalidad de la empresa del que derivan las decisiones basadas en la emotividad disimulada, el placer por lo inmediato, la utilidad como principal valor, la eficacia de los medios, la racionalización de los fines, la acumulación del capital como norte, el desinterés por el otro, la incomodidad del diferente, el aborrecimiento del riesgo, la evasión de la responsabilidad, el resguardo del poder y la intolerancia al error. En suma, decisiones basadas en opacos intereses y en intenciones solamente justificables desde la desesperanza y el desentendimiento.

De este conocimiento deshumanizado y deshumanizador, basado en la eficiencia como concepto central de la educación gerencial, surge el amplio vacío que neutraliza la inteligencia y carcome la esperanza, el respeto y la responsabilidad. No hay ética sin futuro, por lo que se necesita conocimiento para afianzar la esperanza; nunca será posible la ética sin respeto, por lo que se reclama conocimiento que coadyuve al entendimiento, la solidaridad y la justicia; tampoco habrá ética sin responsabilidad, con lo que se demanda conocimiento para aprender a ejercer la libertad individual en perfecto sincronismo con la conciencia colectiva. En consecuencia, la organización contemporánea demanda el conocimiento necesario para cultivar su inteligencia, siendo quizás por ello que Gúedez concibe la ética como la "máxima expresión de la inteligencia humana".

A modo de síntesis:
No hay conocimiento sin referencias. Lo que se muestra y lo que se esconde en la acción gerencial conjuga lo simbólico con lo empírico en un lenguaje que tiene su propia dinámica y su particular condicionamiento; por ello y al igual que es imposible hablar de ética sin hacer referencia a la libertad, tampoco es posible hablar de libertad sin hacer referencia al conocimiento nutrido de intereses y provisto de intenciones; atributos paradójicamente consustanciados con la tradición y la ruptura cultural, pero dispuestos siempre a medio camino entre lo individual y lo colectivo.

Gestionar el conocimiento implica potenciar la autogestión del ser humano, a través del reforzamiento de la autoestima, del entendimiento y de la socialización, con el propósito de crear valor a partir de las propias convicciones. No es la tecnología por sí misma la llamada a facilitar el tránsito de una organización basada en destrezas y capacidades a otra basada en el conocimiento, sino la humildad para reconocer lo que se desconoce y lo que ha de desaprenderse, la confianza para honrar la libertad de la que brotan los intereses e intenciones consustanciadas con los propósitos colectivos, la transparencia para exteriorizar la aparente fragilidad de las emociones que coadyuven al entendimiento, y la inteligencia para amalgamar la razón con la pasión, todas éstas piezas necesarias para materializar un proyecto de vida que armonice lo singular con lo plural y que rinda tributo a la naturaleza ética del acto de conocer; es decir, a la propia naturaleza de la condición humana.

Conocer y desconocer... dos caras de la misma moneda

Comienzo por afirmar que el conocimiento es el resultado del proceso de asimilación e interiorización profunda de la información mediante un tratamiento no estandarizado y, en todo caso, subordinado a esquemas cognitivos y morales forjados en el curso de la historia individual del ser. Si se acepta el sentido de esta conceptualización, fácilmente se podrá entender que no existirá conocimiento que no haya sido previamente subjetivado, pues es en la esfera del pensamiento y la reflexión, a través de los procesos de interpretación y comprensión, en donde el conocimiento puede residir. En consecuencia, al partir de la idea de que el conocimiento entraña incertidumbres, ambigüedades y antagonismos, se está aceptando tácitamente que el ser humano también es contradictorio y paradójico, y por lo tanto, complejo.

El conocimiento es excluible de cualquier pretensión de tangibilidad y por lo tanto excluible también de cualquier intento de división, parcelamiento o segmentación, siendo por ello que Edgar Morin ha sido un permanente crítico de la tendencia a la especialización del conocimiento que predominó a lo largo del siglo XX, más aun cuando al pretender confinarse el conocimiento a la esfera del mundo real, se ha menospreciado la fuerza de los simbolismos que se proyectan desde el propio pensamiento y que ubican al conocimiento en un nuevo estadio intermedio entre la realidad empírica y la construcción teórica, dejando claro de este modo el sentido de su organicidad, el cual ya ha sido profusamente desarrollado por Humberto Maturana en su Teoría Biológica del Conocimiento, al considerar la mente como un fenómeno que pertenece a la dinámica relacional del organismo.

Manteniendo una línea de pensamiento divergente, el conocer no sólo se manifiesta mediante el saber, sino también mediante la toma de conciencia del desconocer. Es la conciencia del no conocimiento la que engendra el conocimiento y junto a él, nuevas dudas y tensiones, y nuevas vías para su desarrollo. El ser humano es capaz de conocer porque su naturaleza es subjetiva. Esto conduce a entender que el conocimiento es de la exclusiva inherencia del sujeto reflexivo, hasta el punto que pudiera afirmarse que la naturaleza del conocimiento también es moral y no sólo biológica (en los términos que plantea Maturana), pues las capacidades cognitivas también plantean consecuencias éticas.

Son los valores y premisas culturales del individuo las que señalan el conocimiento que se necesita, la forma de adquirirlo y el modo de utilizarlo, por lo que el conocimiento no puede abstraerse de la subjetividad de quien intenta conocer. Tal como lo afirman Nonaka y Takeuchi, el conocimiento “trata de creencias y compromisos (…) de significado, depende de contextos específicos y es relacional”, advirtiéndose que el hombre gestiona el conocimiento en función de sus atributos reflexivos, al estar consustanciado éste con su historia individual y colectiva, así como con sus propias finalidades.

Síndrome de la deriva moral

No cabe duda que la complejidad organizacional, caracterizada por un estilo de pensamiento convergente hacia un objetivo predeterminado por las instituciones dominantes, se torna aún más confusa si a la diversidad cultural y al pluralismo moral que reina entre sus miembros, se le añade la brecha entre la experiencia personal y la experiencia social, lo que explicaría que ante la débil correspondencia social que se evidencia en los contextos organizacionales tradicionales, la persona tienda a comportarse socialmente de modo distinto a como piensa, por lo que no es de extrañar que ante los posibles dilemas a los que deba enfrentarse, y en su afán por defenderse de su propio contexto, más que sentir la necesidad de responder ante los demás, prefiera concentrarse sobre sí mismo, recurriendo a un egocentrismo mediante el cual, paradójicamente aspira mantener su vigencia dentro de una determinada comunidad moral.

No obstante, la aparición del Yo como centro de referencia en este tipo de situaciones, supone al mismo tiempo la pérdida de voluntad para actuar en función de una finalidad ética previamente establecida, lo cual induce el surgimiento de una moral circunstancial subordinada al contexto, en la que a todas luces prevalecen los conceptos de audacia, prudencia y conveniencia en el ámbito personal. Esto explicaría la alteración defensiva de la voluntad del individuo, quien aun disponiendo del poder normativo y de la autoridad moral para actuar, se siente obligado a sortear continuamente las embestidas del contexto en el que hace vida, como consecuencia de la deriva moral en la que se encuentra sumido.

Así, mientras los códigos de ética intentan actuar sobre el contexto, la deriva moral se manifiesta como síndrome sobre el individuo, quien es el propietario de la acción y quien elige lo conveniente de forma independiente a sus más altas finalidades morales. La persona con este síndrome actúa de igual forma que con el síndrome de Estocolmo; sus “captores” estarían representados por aquellos individuos de los que cree ser capaces de dominar ante una situación que le desagrada, llegando a aceptarlos, e incluso llegando a sentirse complacida con lo que hace y deja de hacer. El síndrome de la deriva moral se manifiesta en la pérdida de la voluntad para alcanzar un fin previamente definido por la persona que lo sufre; sus convicciones personales quedan en un segundo plano, incapaces de hacer sentir su voz y de imponerse a la cotidianidad; todo ello, en función de los intereses emergentes en el plazo inmediato (ej: mantenerse en el puesto de trabajo o garantizar su permanencia y aceptación en el contexto social del que se trate). De aquí que la voluntad para actuar de forma ajustada a una determinada intención moral estaría determinada por tres ingredientes esenciales: [la fortaleza de las convicciones morales] más [la claridad de los objetivos a largo plazo] menos [el poder atribuido al contexto para impedirlo].

El síndrome de la deriva moral refleja la pérdida de la voluntad; pero al mismo tiempo, la aceptación de lo que sucede y la satisfacción de la persona en el ámbito público, aunque ocurra lo contrario en el pensamiento privado. Esto es coherente con lo que Edgar Morin señala como la “permutación de finalidades según las circunstancias”, es decir, el abandono de las finalidades a largo plazo para responder a necesidades urgentes, lo cual llega a materializarse al sacrificar finalidades éticas bajo el amparo de la ética del mal menor, al recurrir a una ética de resistencia cuando no hay posibilidad de alcanzar el éxito, o al aceptar un mal para evitar algo presumiblemente peor, previo entendimiento de que no existe solución práctica a un problema ético determinado.

En conclusión, la autonomía ética parece demasiado frágil ante la eterna lucha entre el poder de la convicción y la angustia que emana de la responsabilidad personal y social, pues si bien la inconformidad activa la voluntad para alcanzar un fin dotado de intenciones morales, no constituye de por sí, una garantía de aproximación. Tal como lo ha señalado Max Weber, ninguna ética podrá decirnos en qué momento y en qué medida, un fin moralmente bueno puede justificar los medios y las consecuencias moralmente peligrosas; pero es esa deriva moral la que nos mantiene vivos y despiertos; es el coqueteo con el bien y con el mal, con lo correcto y con lo imprudente, con lo cristiano y lo pagano, lo que nos convierte en huéspedes ocasionales de la razón y la locura, haciéndonos felizmente humanos al activar nuestros sentidos y al invitarnos a soñar mientras navegamos por las tumultuosas aguas de la vida.

Ética y congruencia

Nunca antes el tema ético acaparó tanta atención como en nuestra época. Una época marcada por la sacramentalización de lo efímero y de lo dubitativo; de lo complejo y de lo abstracto. Una época en la que se ha desdibujado el imperativo de la razón como vía de aproximación a un conocimiento que nos amenaza y que hundió sus raíces en el despertar de una conciencia deslumbrada por la pretensión de desarrollo y progreso.

A lo largo de su historia, la humanidad aprendió a vivir al abrigo de determinadas manifestaciones de poder y de profundas convicciones que la han despojado de su responsabilidad trascendental, conduciéndola a edificar un mundo dividido por el debate entre una subjetividad romántica y un objetivismo rudo e insensible. Luces y sombras que conjugadas en la historia, han llegado a imprimir el carácter estético que predomina en la acción y que simboliza el desvanecimiento de los fundamentos morales que hoy no dejan de pasar inadvertidos y que se resumen en la crisis de libertad, de responsabilidad y de futuro.

Si se acepta que la imagen del futuro reside en la libertad de elección de los fines y las metas, se comprenderá que la responsabilidad nunca podrá ser adquirida a expensas de la pérdida de libertad, tal como aún lo siguen intentando ciertas instancias con pretensiones de dominación. No es más responsable quien menos libertad tiene. No es la obediencia normativa la que permitirá superar los graves desequilibrios que hoy se padecen, sino que es en la propia conciencia de los actores sociales en donde se encuentra el germen de la identidad que nos hace responsables de nuestras acciones. Por ello, nunca podrá existir responsabilidad sin libertad, por lo que la libertad, -ya no entendida como lo que se desea hacer, sino como lo que se puede y apetece hacer dentro de un específico contexto cultural- constituye un elemento indispensable para el forjamiento de un carácter mediante el cual se construya racionalmente el futuro del individuo y de la sociedad.

Así, y aún requiriendo de un mínimo de condiciones que le permita asegurar su propia existencia, todo ente dotado de conciencia y de capacidad reflexiva (individuo u organización) debe forjarse un carácter que lo legitime dentro de un determinado orden social, y a la luz de los planteamientos hasta aquí formulados, esta posibilidad de legitimación solamente pudiera producirse en una instancia dialógica que considere los intereses de la totalidad de los actores sociales con los que se relacione e interactúe.

Por ello, el tema de la responsabilidad social de la empresa no puede ser objeto de dobles interpretaciones; no hay espacio para ello. No se trata de abordarla desde una perspectiva idealista y consecuentemente inútil, tal como piensan no pocos gerentes y empresarios; tampoco se puede abordar desde una perspectiva estrictamente funcional o instrumental para la obtención de mayores dividendos, como lo ha hecho la mayoría de organizaciones en las que se ha querido imprimir un tinte de solidaridad y adhesión a las preocupaciones sociales. La responsabilidad de la empresa con la sociedad emerge de su propia naturaleza moral (la cual queda fuera de cualquier discusión) y obliga a la congruencia entre los fines y los medios, armonizando sus requerimientos funcionales internos con las exigencias éticas que le demanda una sociedad cada vez más compleja y plural, pero al mismo tiempo menos dispuesta a tolerar las prácticas gerenciales y empresariales que aún persisten.

La ética ha dejado de ser simplemente deseable para convertirse en una exigencia sobre la que se sustenta la viabilidad de cualquier sistema de negocios, siendo por ello que la racionalidad económica y la moralidad ya dejan de ser interpretados como conceptos incompatibles. De allí que la relación entre empresa y sociedad obtenga un mayor significado ante el reconocimiento mutuo de obligaciones y responsabilidades que van más allá de las que se derivan del estricto cumplimiento de la normativa legal o de la simple producción de bienes y servicios, aún cuando éstos se encuentren plenamente justificados, por lo que no debe dudarse sobre la necesidad de incrementar el capital ético de la empresa como variable interviniente en el sistema de negocios y no como simple instrumento de gestión para la obtención de mayores beneficios.

En conclusión, el actuar ético de la empresa se aleja de lo que hoy se visualiza como lo bueno, lo conveniente y lo necesario para la obtención de un determinado fin, y todo parece converger en la necesidad de redefinir el concepto de responsabilidad empresarial, ampliando su alcance a la obligación moral (no normativa) de responder ante nuevos entes que hasta ahora no habían representado interés alguno para ella, o que no eran considerados como compromisos derivados de la propia actividad de negocios. Es la nobleza del fin la que condiciona la nobleza de la acción, y si el saber ético es aquel que permite obrar racionalmente para alcanzar un propósito consustanciado con la naturaleza humana, fácilmente se advertirá el poder de la rectitud moral en la cotidianidad organizacional, la cual no tendría otra finalidad que la de permitir la aproximación a los fines del hombre, es decir, a alcanzar la plenitud de su vida. La empresa así vista no solo es socialmente responsable, sino que además se constituye en un ente remoralizador de la sociedad.

Inútiles y perversos

En su libro El Valor de Educar, Fernando Savater hace una afirmación que merece el mayor respeto por parte de quienes de uno u otro modo nos recreamos en el estudio del hombre y la sociedad. Manifiesta este renombrado catedrático de filosofía, que a diferencia del resto de las especies vivientes, el ser humano (de niño) necesita dos gestaciones: la primera, en el vientre materno según determinismos de naturaleza biológica, mientras que la segunda gestación se produce en la matriz social al estar sometido a múltiples y muy variadas determinaciones simbólicas. Quizás no quede margen para la duda sobre la veracidad de esa sentencia, pero la pregunta que surge a la luz de la savateriana interpretación acerca de la extrema inutilidad del ser humano al momento de ver la luz, puede condensarse de la siguiente manera: ¿en qué momento, si es que existe alguno, acaba la segunda gestación?... ¿En qué momento de su vida, el hombre deja de comportarse como inútil?

Puesto que de inutilidad estamos hablando, no deseo expandir argumentos o aclaratorias que pudieran valorarse con tan indeseado calificativo, pero creo que es extremadamente útil reflexionar sobre la inutilidad del hombre. De hecho, estamos rodeados de seres que ostentan la condición de humanos -y peor aun, de humanos ilustrados-, pero que no dejan de ser incompetentes e inservibles; seres defectuosos que emergen de la larga y compleja cadena de producción humana, tan solo genéticamente dotados para resistir el camino de la vida y dejar a su paso las huellas vivas de su capacidad reproductiva, cuales trofeos u homenajes a los placeres terrenales, o como simples comprobantes de haber experimentado la segunda gestación, aunque haya sido de forma parcial.

El hombre inútil no es aquel que vive en la ignorancia (nefasto ingrediente de la miseria); tampoco el que permite que sus días transcurran bajo la opresión de poderes dominantes en los planos económico, social, político o tecnológico, sin capacidad para ejercer su libertad o al abrigo de la tiranía a la que se repliega para así intentar huir de la miseria. Para mí, el hombre inútil es aquel que independientemente de su condición económica o social, es incapaz de contribuir a alcanzar un clima de coexistencia pacífica entre personas provistas de diferentes concepciones morales, intereses e ideologías. Dicho de otro modo, inútil es toda persona que no ayude a la sociedad a crecer, la que no ayude a los hombres a apartarse de la ignorancia y la que evite enfrentarse activamente a las pretensiones hegemónicas de la tiranía.

Visto de esta manera, pareciera que la segunda gestación -la que se produce en la matriz social- adolece de profundas debilidades debido a su incapacidad para que el hombre absorba de ella los elementos culturales (cognitivos y morales) que posibiliten la dotación de ciertas garantías de perfeccionamiento social. A la final, no queda claro si es el hombre al que su vida no le alcanza para llevar a feliz término su proceso de gestación, o si es la sociedad la incapaz de gestar al hombre. Quizás, más que de hombres inútiles debamos hablar mejor de sociedades enfermas, quebrantadas e incluso profanadas; pero en todo caso, los significados que se conjugan en ese continuo y caótico estado de embarazo social, han demostrado sobradas razones para alertar acerca de los peligros que el hombre encierra para sus semejantes y su cultura.

Pero no basta con alertar. No es suficiente la reflexión sobre los argumentos mediante los cuales pudiera cuestionarse la salud moral de una determinada sociedad. Es necesario actuar y para eso es preciso detener la marcha, parar, otear el horizonte y encontrar un nuevo norte, un nuevo sentido de vida que nos permita emprender de nuevo la aventura de sentirnos humanos, de sentirnos realmente útiles para los otros, es decir para todos aquellos a quienes gracias a sus diferentes y en ocasiones radicalmente opuestos estilos de pensamiento y de co-creación, nos permiten apreciar la belleza y el realismo de nuestra propia identidad. De lo contrario, nos expondremos a que las leyes de la naturaleza nos juzguen por nuestra culposa inutilidad materializada en la soberbia y en la sacramentalización del ego, de lo superficial y de lo efímero.

Así las cosas, parece no ser suficientes las dos gestaciones de las que nos habla Savater. Falta una, ya no la del niño o la del hombre, sino la gestación de una nueva sociedad en la matriz de los más profundos ideales de convivencia humana, es decir, en la matriz cultural del propio individuo quien a través de sus creencias, valores, normas, actitudes y comportamientos, pueda llegar a ser capaz de revertir la orientación de la sociedad contemporánea, contribuyendo de ese modo con el enaltecimiento de la humanidad, la derrota de la ignorancia y el entierro de la tiranía. Sólo de este modo, el hombre no sólo dejará de ser inútil; también dejará de ser perverso.

Ética en la gerencia avanzada: Una cuestión de redundancia

Siento la obligación de aclarar que cualquier tesis que aborde el tema de la ética en la gerencia avanzada, alberga en sí misma una finalidad ética, hasta el punto que resultaría redundante utilizar ese término en este contexto.

¿Qué hace que una forma de gerenciar adquiera dicho calificativo? Según la Real Academia de la Lengua Española, “avanzar” significa: adelantar, mover o prolongar hacia adelante, progresar o mejorar en la acción, condición o estado. Por su parte, la utilización del adjetivo “avanzada” remite a aquello que se distingue por su audacia o novedad en las artes, la literatura, el pensamiento, la política, etc. En este sentido, puede entenderse la gerencia avanzada como la forma de aproximación a un futuro deseado, incorporando elementos novedosos y audaces que sin dejar de lado la prudencia, coadyuven a configurar el saber práctico.

Desde un punto de vista estrictamente semántico, este concepto gozaría de cierta aceptación general; pero de este modo se pudiera cometer el grave error de calificar como “avanzada” cualquier fórmula gerencial que logre equilibrar la audacia con la prudencia, lo transformativo con lo convencional, para alcanzar un fin dotado de intenciones. Ésta ha sido, precisamente, la dinámica de la gerencia tradicional gobernada por un estilo de pensamiento subordinado a ciertos fines, con los que irónicamente se ha abandonado la búsqueda de los fines del hombre.

La instrumentalización de las ideas sobre las que se ha edificado la historia de la gerencia ha conducido al desmoronamiento de los valores existenciales, el cual se evidencia en la acriticidad respecto a los supuestos que han modelado la vida del hombre y en la debilidad del carácter con la que la enfrenta. Avanzar en esta dirección equivaldría a avanzar hacia la antítesis de la condición humana; por ello, cualquier propuesta científica en este sentido no sólo dejaría de ser legítima; también sería inmoral. Por ello, no es en la dimensión semántica en dónde se encuentra la diferencia entre lo tradicional y lo avanzado, sino en la dimensión ontológica de algunos elementos que nutren el concepto. Me refiero al fin (en cuanto a su naturaleza) y al futuro (en cuanto a su horizonte de significado).

Son los fines los que permiten la emergencia de los valores a través de los cuales se intenta alcanzarlos. Es la conciencia del fin último la que en su papel de eje orientador de la actividad humana determina lo bueno, lo necesario, lo justo y lo conveniente, permitiendo aflorar las virtudes y obrar en el sentido deseado. La nobleza del fin condiciona la nobleza de la acción, y si el saber ético es aquel que permite obrar racionalmente para alcanzar un fin, fácilmente se advierte el poder de éste en la cotidianidad del mundo de vida. Por lo tanto, la gerencia avanzada no tendría otra finalidad que la de permitir la aproximación a los fines del hombre, es decir, a la plenitud de su vida.

Lo anterior conduce inexorablemente a abordar el tema del futuro. No existirían pretensiones éticas sustentadas en el presente, puesto que al contrario de la estética que encuentra sentido en la simple fugacidad del momento, la ética necesita de un proyecto a largo plazo (en el conjunto de la vida) para que adquieran significado las acciones libremente adoptadas. En este sentido, la gerencia tradicional tiene muchas explicaciones que dar a la humanidad, puesto que los fines amparados en la inmediatez, el ejercicio del poder sustentado en la visión cortoplacista del éxito, y la ausencia de responsabilidad al abrigo de cierta reciprocidad en el plano material, han hecho que las organizaciones así gerenciadas funcionen al margen de los intereses existenciales de sus miembros.

Sintetizando, se podría caracterizar la "gerencia avanzada" como aquella que utiliza el saber práctico para que en perfecto sincronismo con el momento socio-histórico del que se trate, pueda alterar la cotidianidad en búsqueda de resultados compatibles con los fines de la humanidad y como tal, sustentados en la primacía de la responsabilidad a largo plazo, por lo que tal como se mencionó, parece redundante hablar de ética en la gerencia avanzada, puesto que esta condición solamente podría adquirirse si en un marco de libertad y responsabilidad, se obra de modo racional y explícito en perfecta armonía con la naturaleza de la vida humana.

Es esta una forma de gerencia que lejos de pretender cambiar el mundo, aspira a contribuir con su salvación, mediante la revalorización de la confianza del hombre en el hombre y el despertar de la conciencia aletargada por el predominio de convicciones que desnudan al ser de su responsabilidad trascendental.

El compromiso ético de la tesis doctoral

La propuesta contenida en una tesis doctoral no debe responder tan solo a una motivación egoísta que facilite el tránsito desde una a otra condición en el plano estrictamente personal. No se trata de reunir un conjunto de palabras e ideas que aún dotadas de significado y de profunda coherencia en cuanto a su estructura lógico-argumentativa, estén imposibilitadas de trascender la cotidianidad de su autor.

Asumo el ejercicio de escribir la tesis como un evento de creación a partir de lo existente; por lo tanto, como un acto de trasgresión de lo conocido y lo instituido. Haciendo uso responsable de la libertad para ejercer el particular proceso deliberativo, me alejo de la sumisión racional para develar sus secretos y recrearme luego en la imaginación del futuro plausible y pleno de significado.

Es de este tipo de aventura científica, –a la vez que literaria–, de la que se desprenden los nutrientes para desentrañar el misterio del conocimiento y romper las barreras racionales y empíricas que atentan contra la esencia misma del hombre y de su existencia. De este modo, al pretender superar el reduccionismo mediante la fusión de nociones que en principio lucen contradictorias, y al desdibujar la linealidad histórica entre causas y consecuencias, se advierte que la tesis encierra en sí misma un contenido ético; pero al mismo tiempo no deja de poseer una finalidad ética, puesto que se circunscribe en ese tipo de saber que intenta orientar la acción humana para alcanzar cierto grado de plenitud.

Es así como la legitimidad de la tesis radica en su contribución para alcanzar lo que en un específico contexto socio-histórico, el hombre ha señalado como su destino, su horizonte, y es precisamente esta pretensión de contribuir a la realización humana la que obliga a que la responsabilidad moral del autor quede fuera de cualquier vacilación.

También asumo el ejercicio de escribir la tesis como un acto de socialización y en virtud de ello, creo profundamente en el poder de las emociones, no solo para facilitar el acto de entender las expresiones lingüísticas que le otorgan o niegan la coherencia al discurso, sino además, para allanar el camino a la comprensión, entendida ésta como la plataforma para la auto-construcción de esa realidad humana, sin la cual el ser se despojaría de su historia y cerraría las puertas de su devenir.

La comprensión se constituye en la base fundamental de todo proceso social; en consecuencia, exige enarbolar la bandera de la prudencia, demanda una enorme dosis de respeto por las diferencias y reclama la necesaria humildad, tanto de quienes intentan ser comprendidos como de quienes intentan comprender; es decir, de todos aquellos que aún convencidos de sus propias verdades, se sienten incapaces de negar la autenticidad de la conciencia ajena.

Por ello, la propuesta de tesis no deja de ser un mero ejercicio persuasivo. De ningún modo puede sustentarse en imperativos, tan sólo en estructuras argumentativas que siendo fieles a la postura crítica del autor, honran la heterogeneidad y el pluralismo, revelando el debilitamiento de los fundamentos normativos, de la certidumbre y de la verdad absoluta.

Camus Vs. Rattia (una crítica literaria)

Luego de analizar los textos de Camus (El hombre absurdo) y Rattia (Sobre la crítica literaria en Venezuela) se advierten dos estilos de aproximación al lector que merecen destacarse.

El primero de ellos (Camus) utiliza un estilo en el que predomina un lenguaje metafórico colmado de contenidos emocionales e intuitivos, sumergiendo al lector en un proceso interpretativo para descubrir los significados ocultos en el texto. No hay una clara pretensión explicativa que permita captar de inmediato la intención del autor. Es la relación entre el lector y su propia realidad, la que invita a sospechar de sus verdaderas intenciones. De este modo, con sus dudas e interrogantes, Camus honra lo ambiguo, lo oculto y lo complejo, sintetizando con ello la debilidad de la razón como vía de aproximación al conocimiento, y haciendo prevalecer la autonomía moral del hombre para comprender el mundo y sus circunstancias.

Por su parte, Rattia ofrece menos espacio para la fantasía. Su estilo es directo, pretendiendo comunicar sus ideas partiendo de elementos cognitivos que facilitan al lector la comprensión de lo que desea expresar. Al contrario de Camus, emplea contenidos emocionales, sensoriales e intuitivos, bien para enfatizar las ideas expuestas, o simplemente como recurso para sensibilizar al lector, preparándolo para la posterior aceptación de sus argumentos.

Pero en ambos casos hay -al menos- cuatro aspectos en común: 1) la evidente insatisfacción como fuente de motivación de los autores; 2) la huida del positivismo con la que se acaricia -cada vez con mayor fuerza- el valor de la hermenéutica como el ente aglutinador de los múltiples horizontes de significados que nutren la realidad dialógica contemporánea; 3) la fusión de razones y emociones que caracterizan ambos discursos; y 4) el predominio de las ideas persuasivas y propositivas (más que impositivas), las cuales lucen como ejes de la intención comunicativa, invitando al lector a reencontrarse con su propia conciencia.

Son estos cuatro aspectos los que sintetizan la necesidad de admitir el debilitamiento de los supuestos ontológicos que han moldeado la historia del hombre. Paradójicamente, es este debilitamiento el que abre el camino de la sospecha y de la incredulidad, postulando la revalorización del espíritu y los fundamentos del ser, tanto en su horizonte de vida como en sus prácticas cotidianas.

Interpretando a Sísifo

En El Mito de Sísifo, Albert Camus nos revela la grandeza de la soledad humana en la que se funde una conciencia amparada en la ambigüedad de la razón, el inútil sueño de la meta inalcanzable y la dignidad de las creencias propias, aún por más insignificantes y absurdas que luzcan ante los demás.

Es en la grandeza de su soledad donde reside la gratificante y efímera libertad de Sísifo para reencontrarse con su propia tragedia: la de una vida sin horizontes ni significado. Pero esa tragedia es al mismo tiempo la fuente de su dicha, pues Sísifo no siente el deseo de liberarse de su cotidianidad carente de sentido y significación. No tiene razones para ello. Consciente de su eterna derrota y de la inutilidad de su vida, su felicidad se sustenta en la carencia de angustias y de temores, así como también en la ausencia de expectativas y motivaciones.

De ese modo, Sísifo se nos presenta como instrumento de los Dioses, quien dejándose llevar por los designios de la providencia divina, se siente incapaz de cambiar los espacios, los tiempos, las formas y los contenidos de su mundo de vida; pero aún así piensa que su destino le pertenece y estando en paz consigo mismo reedita sus pasos, convencido de que su esfuerzo vale la pena.

El mito de Sísifo no acepta escala de grises. Todo es blanco y negro al mismo tiempo. Dicha y tragedia, amalgamadas por su incapacidad deliberativa. No hay en Sísifo espacio para las reacciones ni las deducciones, sólo lo hay para la obediencia y la aceptación. El todo es su roca, su montaña y la convicción de su destino. De ese modo, no siente el peso de la responsabilidad y tampoco se percibe en su condición de víctima. Es un hombre absurdo en un mundo sin sentido, quien inhabilitado para valorar su propia existencia y desprovisto de argumentos, se repliega sobre sí mismo para refugiarse en la placidez de su miseria.

Irónicamente, el mito de Sísifo convive con nosotros. Es el mito de la realidad contemporánea en la que el esfuerzo del hombre parece distanciarse del propósito de su vida, pues así como Sísifo se refugia en la placidez de su miseria, el hombre contemporáneo encuentra alivio en las coordenadas científicas y morales que –como Dioses- ordenan su vida, despojándolo de la libertad para transgredir supuestos morales y encontrar un punto de equilibrio entre lo convencional y lo transformativo.

Pero el mito debe acabar. El hombre es el único ser viviente que no tiene una condición predeterminada de existir. Si bien la razón instrumental ha convertido al hombre contemporáneo en un ser dubitativo colmado de paradojas, de responsabilidades reñidas con las convicciones y de deseos e intereses reprimidos por la lógica de la dominación, no es menos cierto que la cotidianidad se presenta imparcial al desconocer cualquier modo determinado de vivir y coexistir. Por ello, la irracional lucidez de la conciencia que define al hombre moderno, no cierra las puertas de la esperanza tal como le sucedió a Sísifo; tampoco lo convierte en un ser absurdo y carente de sentido. Todo lo contrario, al no existir certezas absolutas que conduzcan a la razón y a la verdad, absurda sería la pretensión de mantener la acriticidad general sobre los supuestos que han modelado la vida del hombre, así como absurda sería también la falta de carácter con la que el hombre enfrenta su vida.

Es este el momento de desprendernos de la tragedia de Sísifo que llevamos por dentro. Ha llegado la hora de empuñar el tesoro de la libertad, no respecto a lo que se quiera hacer, sino a lo que se pueda hacer; posibilidad ésta vinculada a la naturaleza de las rocas de la vida cotidiana que convertidas en parte del hombre, llegan a definirlo y a otorgarle valor a su vida, aún dentro de lo absurda que pueda parecer. Es hora de apreciar la bella y eterna fugacidad de las ideas y los pensamientos, puesto que el exagerado ejercicio de la razón, cual roca que sin cesar sube y baja la montaña, supondrá la negación de la vida misma. En fin, es tiempo de comenzar a mirar de reojo a los dioses.

Etica y carácter en la organización

“El carácter es para el hombre su destino”; con estas palabras, Heráclito de Éfeso ilustró la influencia del carácter en la forma como el hombre enfrenta su vida, puesto que es en el carácter donde reside la animosidad, la ilusión, la esperanza, la alegría, el sueño de una realidad inalcanzada y la libertad de las elecciones que, aun condicionadas por formas y culturas sociales, abonan el camino para hallar el significado de la existencia humana.

Pero el carácter no sólo se refiere a las personas; también las colectividades poseen fines que les dan sentido a su existencia. Por eso, hablar de ética empresarial, o más específicamente de la ética en la organización empresarial, es hablar de la forja de un carácter «ethos» y de una predisposición colectiva para que sus miembros no sólo vivan éticamente su cotidianidad, sino que además quieran hacerlo, atraídas por un ideal de justicia y confianza que les aleje de la sumisión consentida y agasajada, para convertirse en ciudadanos activos y plenos de significado.

El destino de las organizaciones, al igual que el destino del hombre, está fuertemente condicionado por el carácter que se haya forjado. Por ello, el tema ético está llamado a trascender cualquier episodio histórico y contextual, para ubicarse en el centro mismo de la historia aún no escrita de la humanidad.

La ética en el pensamiento de Paul Ricoeur

Nacido en Valence (Sureste de Francia) en 1.913, el filósofo y antropólogo Paul Ricoeur fue uno de los más talentosos exponentes de la tradición humanística europea y precursor de la corriente interpretativa de principios de la década de los 70. Entendiendo la libertad como la capacidad de iniciar procesos nuevos en el mundo, Ricoeur define la ética como la aventura de la libertad a lo largo de una vida, postulando sus fundamentos a partir de los propios elementos constitutivos del hombre, es decir, el deseo de ser y el esfuerzo por existir

Define la aspiración ética en términos de “tender a la vida buena, con y para los otros, en instituciones justas” dejando entrever su preocupación por el yo, por el otro y por la sociedad. Aquí se encuentran los elementos integrativos de su ética, en la que se evidencia su clara alusión Aristotélica (cuando se refiere a los fines del hombre) así como su conformidad Kantiana (en cuanto a la universalidad de la norma), pero añade un tercer elemento: el de la sabiduría práctica, defendiendo así la primacía de la ética sobre la moral, cuyos principios según dice, se encuentran inevitablemente confrontados en la complejidad de la vida. Es en este episodio de su reflexión filosófica, en el que Ricoeur conjuga su marco de pensamiento ético a través de la estima de sí”, la solicitud por el otro y el sentido de justicia

En un primer momento, argumenta que lo estimable en el "sí mismo" es: [1] la capacidad de actuar intencionalmente eligiendo mediante razones, y [2] la potestad de introducir cambios en el curso de la vida, materializando la capacidad de iniciativa. Si bien estos fundamentos de la estima de sí comportan el peligro de replegarse sobre el propio yo para tender a la vida buena (vivir bien), Ricoeur alude al desconocimiento de las exigencias sociales como circunstancia ajena al concepto de autoestima, suponiendo una relación de reciprocidad sustentada en la amistad y el respeto, a través de las cuales las personas se reconocen como insustituibles en el intercambio mismo. A este componente del saber práctico, Ricoeur lo denomina “solicitud”, enfatizando que nunca se podrá hablar de la estima de sí mismo sin que lleve aparejado un pedido de reconocimiento. De este modo, al considerar la autoestima como elemento originario de la pretensión de vivir bien, el hombre estaría moralmente obligado a: [1] reconocerse en el otro, y [2] reestablecer la igualdad donde no esté dada, siendo aquí conde adquieren relevancia los conceptos de solidaridad y justicia, mediante los cuales intenta compensar el desequilibrio en las relaciones de poder entre las instituciones y las personas, confiriéndole una connotación ética a las interacciones humanas como vía de entendimiento a partir de las diferencias, dando a entender que: [1] el vivir bien no se circunscribe solamente a las relaciones interpersonales, sino que se extiende a la vida de las instituciones, y [2] el concepto de justicia comporta exigencias de igualdad y solidaridad.

Calificado como una especie de Quijote intempestivo presto a defender con todas sus fuerzas el papel activo de la subjetividad frente a corrientes que propugnaban el entierro de lo humano, Ricoeur falleció en Francia en el año 2.005; pero por su férrea oposición a cualquier tipo de totalitarismo, por la amplitud y profundidad de su pensamiento hecho público en más de 20 obras, y por su demostrada voluntad de integrar tradiciones y escuelas aparentemente inconmensurables, sigue siendo reconocido como "el hombre de todos los diálogos" y junto con Gadamer y Vattimo, como uno de los máximos exponentes de la ontología hermenéutica y de la orientación lingüística y dialógica de la filosofía contemporánea.

Ver también:
La ética en el pensamiento de Jürgen Habermas
La ética en el pensamiento de Gianni Vattimo
La ética en el pensamiento de Edgar Morin

El progreso como construcción ética

Desde hace varios siglos, a la noción de progreso se le asocian las ideas de libertad, igualdad, crecimiento económico y desarrollo social; pero aún así, en el mundo contemporáneo se evidencian tensiones y desacuerdos sobre estos cuatro valores fundamentales. De hecho, la búsqueda de la igualdad social encuentra oponentes en quienes defienden la supremacía de la libertad individual; y suficientemente ha sido demostrado que el crecimiento económico no siempre es paralelo al desarrollo social, pudiendo incluso avanzar en sentidos contrapuestos. Desde esta perspectiva pareciera que tanto el determinismo tecnológico como la emergencia de lo irracional, propios de esta primera parte del siglo XXI, son incapaces de ofrecer respuestas a la pretensión de progreso.

En un artículo publicado por Francisco Contreras titulado “El concepto de progreso: de San Agustín a Herder” (2.003) su autor define el progreso como "la evolución necesaria y gradual del conjunto de la especie hacia algún tipo de perfección o plenitud”. Aunque reconoce que existen diferentes ritmos de progreso, enfatiza que ese término debe aludir a la especie en su conjunto, mas no con referencia concreta a una cultura particular o a un pueblo determinado. El autor no precisa a qué tipo de progreso se refiere; si al progreso relacionado con el perfeccionamiento técnico o cognitivo (perspectiva epistémica), al progreso visto como un incremento de la felicidad (perspectiva eudemónica), o al progreso visto como un perfeccionamiento moral (perspectiva ética); quizás apunte al progreso de la humanidad como integración de estas tres vertientes, o acaso esté simplemente defendiendo la ilusión del progreso como un imperativo del hombre y la razón de su existencia tras el abandono de la fe en la providencia; pero al analizar dichos señalamientos, se advierte que el autor no apela a la subjetividad del ser, quien es el único que puede construir y utilizar su conciencia sobre lo que debe considerar como progreso, para así poder valorar monológicamente sus efectos, mediante su postura cognitiva y moral respecto a sí mismo y hacia la sociedad.

Es precisamente esta omisión, la que conduce a entender la postmodernidad como una respuesta natural ante el agotamiento cultural del proyecto social moderno en su pretendida búsqueda del progreso global, de la felicidad, de la equidad y del bienestar general fundamentado en un discurso moral de carácter universal, deduciéndose que la emergencia del sentir postmoderno radica en la idea del progreso inalcanzado y en la crisis de sus fundamentos.

Tal como apuntase Rigoberto Lanz, el desvanecimiento de la modernidad como epísteme, supone que la ética del progreso ya no puede validarse por si sola, o como bien lo señala Nuria Almiron, quien luego de afirmar la paulatina pérdida de confianza en el progreso que ha caracterizado al siglo XX, advierte que estamos rodeados de la existencia de un progreso material, esencialmente tecnológico-digital, no siendo fácil emitir un juicio respecto a su impacto en la vida moral de los individuos.

Acerca de este cuestionamiento moral del progreso, el filósofo francés Edgar Morín reflexiona sobre los imperativos en los que debe sustentarse su autodenominada «ética planetaria» al dar cuenta de que la humanidad debe definir los límites de su expansión material y correlativamente, emprender su desarrollo psíquico, moral y mental. Desde esta perspectiva, parece claro que el bienestar no puede expresarse sino en términos que evoquen el equilibrio entre materialidad, conocimiento y moralidad; equilibrio éste que sólo puede ser buscado y percibido en la capacidad reflexiva del propio ser, a partir de la conciencia particular de cada individuo.

Lo anterior invita a considerar que ante la aparición de una nueva cultura social, paradójicamente como consecuencia del debilitamiento de su libertad para decidir y de la cada vez menor utilización de la razón técnica-instrumental como método de elección, el hombre atraviesa un tiempo caracterizado por un cambio de conciencia sobre el bien y el mal, y por un reencuentro con los valores humanísticos. En el mundo actual no solo deja de tener sentido el pensamiento de Descartes, cuando anunciaba que la razón era superior a la experiencia como camino para obtener el conocimiento, sino que en este escenario, el conocimiento adquirido por cualquier método se fragiliza, pudiendo incluso cuestionarse su utilidad ante las evidencias de un mundo caracterizado por la necesidad continua de desaprendizaje y cambio; al respecto, conviene sin duda citar a Wagensberg, quien resume sus dudas preguntándose si acaso sabemos lo que deseamos saber.

Según parece, la conciencia intelectual está perdiendo su solidez, sumergiendo al ser humano en una debilidad reflexiva de la que sólo puede escapar recurriendo a su propia concepción integral a través de la conciencia moral; sin embargo, en un mundo cada vez más interdependiente, el hombre ético no puede sustentarse en el mero reconocimiento de sus errores y en el consiguiente cambio de sus creencias, sino en su capacidad de disentimiento como única vía para promover el «intersubjetivismo dialógico-argumentativo», mediante la reafirmación de sus diferencias respecto a los demás y el respeto activo a las conciencias reflexivas que le son ajenas, sumiéndolo en una ética de la utilidad, del deber y de la virtud, profundamente relacionadas con la idea de la libertad en la que Savater centra el concepto ético del hombre, cuando afirma que la ética es la actitud ante la libertad propia en relación con la libertad individual y social de otros.

De aquí que la noción de progreso, vista desde la profundidad de la conciencia individual, encierra la idea de voluntariedad y con ella, el concepto de responsabilidad como capacidad de imputación ética (Dianes) y del individuo como valor intrínseco y no meramente instrumental (Donaldson), surgiendo así cuatro elementos que convenientemente estructurados permiten asegurar su coherencia cognitiva: [1] La pretensión del bienestar conduce a la noción reflexiva de progreso, debiendo ser entendido como el equilibrio entre materialidad, conocimiento y moralidad, [2] pero al ser reflexiva, la noción de progreso subyace en la profundidad de la conciencia particular de cada individuo, por lo que su concepción y búsqueda no deja de ser libre y voluntaria; por lo tanto, dentro de los dominios de la ética. Por otra parte, [3] la libertad y voluntariedad inducen la idea de responsabilidad para con el yo y el otro, como núcleo de la capacidad de disentimiento, lo cual implica [4] la reafirmación de las diferencias y el respeto por las conciencias ajenas, evocando la idea de solidaridad con los principios en los que se fundamentan.

Es así como en respuesta al reconocimiento de la complejidad humana y al paulatino desmoronamiento de las bases filosóficas en las que se ha pretendido sustentar la búsqueda del tan anhelado progreso, estos cuatro elementos (equilibrio, libertad, responsabilidad y solidaridad) conducen a entender la perspectiva ética que en su papel de orientadora para la consecución de los fines del hombre, debiera definir los rasgos de su actuación dentro de cualquier contexto social.

Etica, pluralismo y reciprocidad

La realidad construida e interpretada por el hombre se convierte en el instrumento por excelencia para comprender las bases que sostienen la convivencia social. Las realidades empíricas – al mismo tiempo que ideológicas – constituyen el punto de partida para redefinir el rol del hombre sumido en la heterogeneidad, la diversidad cultural y la conflictividad social. La hermenéutica está desplazando a la noción de “verdad” y en consecuencia enarbola la bandera del pluralismo, entendiéndose éste como el aglutinador de los diversos horizontes de significados e identidades que coexisten en un mismo ámbito espacio-temporal, sustentadas en premisas solamente derivadas de quienes enuncian tales significados.

El legítimo pluralismo que se evidencia en las interacciones cotidianas y en los discursos económicos, políticos y sociales, más que una respuesta ante la necesidad de tolerancia y comprensión, obedece al reconocimiento explícito de la pérdida de los fundamentos normativos comunes con los que durante siglos se pretendió sustentar el progreso de la humanidad; dicho de otro modo, obedece al debilitamiento de la certidumbre y de la verdad, así como al ocaso de las corrientes epistemológicas y metodológicas amparadas en la ingenua presunción de que toda pregunta válidamente formulada era poseedora de una única respuesta.

Esta situación posee profundas implicaciones éticas, suficientemente desarrolladas por el canadiense Charles Taylor, quien ya en 1.994 advirtió de que cualquier forma de autorrealización que niegue las vinculaciones del hombre con los demás, atenta contra la propia autenticidad de las personas, dejando entrever así el carácter dialógico de las relaciones humanas, la fidelidad hacia sí mismo como el imperativo moral en el que se sustentan las ideas de auto-reconocimiento y auto-realización, y la reciprocidad como vía de escape del individualismo y el relativismo moral, siendo en este punto donde la ética tiene algo que decir, pues es en el amor recíproco donde se centra la principal motivación para actuar éticamente

Es así como la reciprocidad se convierte en el imperativo moral de la construcción cotidiana; construcción ésta que a través de la deliberación y la tolerancia, invita a encontrar soluciones temporales a las permanentes tensiones generadas por la coexistencia de valores encontrados, heterogéneas culturas y disímiles interpretaciones de la diversidad social. Todo un reto que debiera formar parte del discurso normativo y del discurso de la vida.


La ética en el pensamiento de Gianni Vattimo


Inspirado en las obras de Nietszche y de Heidegger, el filósofo italiano Gianni Vattimo (1.936) es un fiel representante de la actual condición postmoderna, quien a través de lo que denomina “pensamiento débil” y “ontología del declinar”, ha puesto de manifiesto, por una parte, la crisis de la modernidad, y por la otra, la idea de que no existe ningún tipo de certidumbre que conduzca a la razón y a la verdad, sino que todo es interpretación. Así, al destacar sus conexiones con los rasgos postmodernos de la sociedad, Vattimo sitúa a la hermenéutica como el idioma común de la cultura contemporánea, y con ello presenta su propuesta sobre una ética de la interpretación como fórmula que abre la oportunidad a la diversidad y a la pluralidad.

Su pensamiento se centra en la revisión del papel de la filosofía en la sociedad y los efectos sociales del pensamiento en las prácticas cotidianas, sobre todo tras el desarrollo de los mass-media y el nuevo esquema de valores e interrelaciones. Vattimo parte de la premisa de que no existen hechos, sólo interpretaciones, por lo que no podría concebirse el pensamiento postmoderno alejado de la ética, pues ya de por sí, este modo de pensamiento alberga una finalidad ética que, dada la ausencia de verdades absolutas, se manifiesta en la necesaria interpretación de la realidad. Ante esta tríada (postmodernidad – hermenéutica – ética) la ética no podría estar fundamentada en valores, o supeditada a fundamentos irrevocables, sino que en todo caso la actividad ética se limitaría a proponer valores a través de la argumentación, erigiendo un nuevo sentido de responsabilidad hacia el futuro pero sin renunciar a la validez de la tradición histórica. En este sentido, la responsabilidad de los actos derivados de la interpretación se constituye no solo en la autoconstrucción del hombre y de su realidad, sino también en la herencia interpretativa que legará a sus sucesores, conformánose así un permanente diálogo histórico-cultural.

Tras la afirmación de que la ética no puede hablar en términos demostrativos, Vattimo concibe una ética persuasiva, propositiva, que no determine la acción sino que la posibilite. Su ética de la interpretación no se sustenta en imperativos, sino que trata de responder a los acontecimientos propios de la época en la que se contextualiza la acción, apoyándose en la negociación y el consenso como mecanismos para la toma de decisiones y la elección responsable. De este modo, ante el debilitamiento de los dogmas que han inspirado la actuación del hombre, Vattimo deja de lado los prejuicios y trata, no sin controversias, de sentar las bases de una nueva cultura del pluralismo y la tolerancia.

Ver también
La ética en el pensamiento de Paul Ricoeur
La ética en el pensamiento de Jürgen Habermas
La ética en el pensamiento de Edgar Morin

No es lo mismo la validez de las demostraciones matemáticas que la persuasión de los discursos éticos… (Gianni Vattimo)

Etica para incrédulos

Causan asombro las opiniones de quienes afirman que las tonterías se difunden con mayor eficacia y rapidez que las ideas sensatas. Ese asombro no es tanto causado por lo que se deja entrever en cuanto a la laxitud del hombre, la superficialidad del pensamiento, la plausibilidad del absurdo o la negación de lo obvio, sino más bien por el velo de presuntuosa autoridad con la que se pretende juzgar algo como tonto o como sensato.

Paradójicamente, los supuestos que sustentan tales expresiones están acompañados del rechazo a creer algo; y lo que es más grave, de la incredulidad en lo posible, aún cuando lo que se visualice como imposible sea deseable. Es precisamente esa desesperanza la que quebranta las bases morales del desarrollo humano, creando una brecha entre los fundamentos del hombre y sus prácticas cotidianas.

A modo de ejemplo, sería deseable que dentro de algunos años, las organizaciones –en cuanto comunidades morales- estuviesen regidas por prácticas discursivas capaces de sostener un nuevo orden social, siendo sensato entonces admitir que en virtud del deseo para alcanzar tal grado de desarrollo, habrán de incorporarse cuanto antes nuevos esquemas de comprensión del hombre y su mundo; pero lo que resultaría aterrador sería que dadas las enormes dificultades actuales para modificar hábitos, costumbres, modos de vida y estilos de pensamiento, califiquemos como tonta la posibilidad de alcanzarlo.

De ese modo se advierte la persistencia de una filosofía del sujeto capaz de decidir lo que cree y lo que no, lo que le es útil o lo que encaja dentro de sus ideales; evidenciando el alejamiento de la inter-subjetividad mediante la que a través del lenguaje, se de rienda suelta a la imaginación discursivamente construida, a lo colectivamente plausible, al descreimiento de aquellas razones, mitos e ideologías que han caracterizado la historia del hombre gestado en la modernidad, y al escepticismo sobre las pretensiones de progreso, porque tal como lo comenta Vattimo, el progreso se ha vuelto rutina. Entonces, si ya no es sensato hablar de progreso como fin último del hombre y la sociedad, ¿a que nos conduce la idea de sensatez?

Hablar de sensatez es hablar de una racionalidad infundida en la lógica de la modernidad, no queriendo esto decir que el hombre inspirado en un pensamiento posmoderno, sea insensato o irracional. Quizás comporte lo contrario. Escuchar suponiendo que lo que se dice es verdad, implica más sensatez que la utilizada para negar lo dicho por otro cuando tal negación se sustenta en razones que simplemente emanan del monólogo subjetivo. Esto nos invita a entender que existen dos dominios de incredulidad: la incredulidad respecto a los fundamentos de la cotidianidad (lo cual nos remite al pensamiento crítico) y la incredulidad respecto a los fundamentos del futuro deseado, la cual está revestida de tan perverso poder que es capaz de neutralizar la propia capacidad de crítica y acción.

En cuanto al primer dominio de incredulidad, sabemos que la realidad del hombre social no puede comprenderse mientras sigamos estando sujetos a la rigurosidad de los conceptos sobre los que ha pretendido edificar su desarrollo, lo cual ayudaría a ilustrar la crisis de los fundamentos que han caracterizado la modernidad, así como el ocaso de la corriente positivista con la que se pretendió conocer y modelar la naturaleza moral del ser -al menos en la cultura occidental-, no siendo de extrañar que los trabajados conceptos con los que hasta ahora se ha asociado la búsqueda del progreso (predictibilidad, futuro, sistema, estructura, racionalidad, regulación, control y jerarquía) comiencen a ser desplazados por expresiones ajenas a la lógica del poder y la dominación, tales como escepticismo, pluralidad, ruptura, incertidumbre, paradoja, fragmentación, caos, heterogeneidad e intuición, las cuales evocan la debilidad de las estructuras cognitivas racionales que han sido empleadas en el intento de alcanzar los fines del hombre.

En cuanto al segundo, lo absolutamente necesario en estos momentos de crisis ética y de fe en el futuro, es reencontrarnos con nuestra propia conciencia reconociéndonos en los demás, puesto que el empeño en calificar algo de tonto o de sensato no es más que el reflejo del desconocimiento de sí mismo, tanto en el plano racional, como en el emocional, debilitándose así el sentido moral de la vida, la ética de nuestros actos, la responsabilidad de nuestras acciones, el ímpetu del optimismo y la fuerza oculta de los desafíos. De aquí que la clave para la superación de las graves dificultades que hoy reconocemos comienza por la incredulidad, no de lo que escuchamos, sino de lo que somos; comienza con la revalorización del espíritu y la pérdida del insólito miedo a la libertad.

La nueva ética -la ética necesaria- es una ética para incrédulos porque demanda una mayor sensibilidad humana hasta el punto de imponerse sobre la razón técnica, postula la reconfiguración de la relación espacio-tiempo, desvirtúa las relaciones lineales entre causas y efectos, obliga a revalorizar el impacto de la energía y la información en la construcción moral del ser, deslegitima las prácticas utilitaristas que no son de utilidad para los otros, y alienta una intensificación de los intercambios culturales y del escepticismo sobre los valores contemporáneos apoyándose en la debilidad de la vinculación entre racionalidad y progreso. De aquí la expresión «pensamiento débil» que Gianni Vattimo utiliza para referirse a la postmodernidad.

Dicho esto, sería saludable admitir la necesaria incredulidad; pero no respecto al futuro que intersubjetivamente construye cada persona a partir de lo cotidiano, sino mas bien, respecto a los supuestos ontológicos a los que el hombre se encuentra aferrado y que han impedido que se reencuentre con su propia moral para hacer uso de su libertad, y con ella, de su máxima capacidad para auto regular sus deseos, sus convicciones y sus responsabilidades. Es en este escenario de ilustrada incredulidad, que destruye la idea de linealidad histórica y desmorona el tradicional concepto de progreso, en donde mejor puede reconfigurarse la construcción ética del ser.